7.13.2014

Alineación ideal

Todo juego, por simple y llano que parezca, es una representación del mundo. Más aún, es el reflejo axiológico explícito e implícito, que otorga mensajes, en función de un espejo de virtudes. Ya desde los textos homéricos se denota un proceso de identidad y arraigo cultural: Odiseo, en habilidad de viajero, demostraba en un país extraño su fuerza, su valor, así como el apoyo incondicional que los dioses le otorgaban, para salir victorioso del juego y del regreso. Esta es una innegable razón por la que los mitos todavía asisten, revelan, ocultan. Las justas deportivas, administradas cíclicas, ordenan un tiempo ajustado a normas, en las que se conmemoran –sin necesidad de ser enfático– procesos de identidad y símbolos vestidos en rituales con el objetivo de alcanzar la meta. Así, interviene la destreza individual –aquel genio que elabora la jugada–, el trabajo en equipo –la colaboración grupal por detener al enemigo en turno–, el intelecto aplicado a la capacidad de reacción –el líder que aplica tal o cual movimiento de estrategia–, o la sinrazón del juez —porque nunca la ley del hombre nunca es justa, definitiva. La oportunidad del juego permite presentar variaciones e ingenios, que realzan un juego de valores, a partir de diferentes contextos simbólicos. En la mente de cada humano recae su alineación, sus incondicionales. Volcado en la estantería libresca, organizo al mundo con la numerología clásica del “4, 4, 2”. Como Cancerbero, coloco al genio novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora, por su juego de virtudes políticas, sus paraísos occidentales y sus mediciones astrológicas; indicando que sabe moverse en pies y manos. El primer toque lateral, por la derecha, José Gorostiza, que situado en su epidermis logró lanzar vaticinios al tiempo y a la muerte, por un Dios inasible que aún ahoga. A su lado, en la defensa, el inagotable Alfonso Reyes, con su visión, crítica y fortaleza; junto con Juan Rulfo, que dos martillazos suyos fueron suficientes para sismar las letras mexicanas del siglo XX. Por la siniestra lateral, Carlos Fuentes, quien sube y baja a la sombra-luz del Aura. En la contención, el siempre bravo y feroz Fernández de Lizardi, “El Pensador Mexicano”. José Emilio Pacheco que, por hondo que sea el mar profundo, seguirá siendo la nieve su diosa, su Diana, la ínfima Mariana en la espuma de la isla que ve y volverá en su eterno viaje. Palingenésico desde el inicio, que es su final, Salvador Elizondo, “El grafógrafo” que –¿Recuerdas? sacrifica en la escritura infinita. Como un verdadero diez, el preciso de la melodía y tesitura Ramón López Velarde, quien hoy como nunca es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. El que define y concreta, el titán Octavio Paz en sus estadías violentas, abiertas por los epígrafes del único “Desdichado”. Finalmente, acompañando al delantero, la comprometida de la genealogía de Neptuno, Sor Juana Inés de la Cruz, quien del sueño hace libres viajes de sapiencia a la manera gongorina. 

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