Todo juego, por simple
y llano que parezca, es una representación del mundo. Más aún, es el reflejo
axiológico explícito e implícito, que otorga mensajes, en función de un espejo
de virtudes. Ya desde los textos homéricos se denota un proceso de identidad y
arraigo cultural: Odiseo, en habilidad de viajero, demostraba en un país
extraño su fuerza, su valor, así como el apoyo incondicional que los dioses le
otorgaban, para salir victorioso del juego y del regreso. Esta es una innegable
razón por la que los mitos todavía asisten, revelan, ocultan. Las justas
deportivas, administradas cíclicas, ordenan un tiempo ajustado a normas, en las
que se conmemoran –sin necesidad de ser enfático– procesos de identidad y
símbolos vestidos en rituales con el objetivo de alcanzar la meta. Así, interviene
la destreza individual –aquel genio que elabora la jugada–, el trabajo en
equipo –la colaboración grupal por detener al enemigo en turno–, el
intelecto aplicado a la capacidad de reacción –el líder que aplica tal o cual movimiento
de estrategia–, o la sinrazón del juez —porque nunca la ley del hombre nunca es
justa, definitiva. La oportunidad del juego permite presentar variaciones e
ingenios, que realzan un juego de valores, a partir de diferentes contextos
simbólicos. En la mente de cada humano recae su alineación, sus incondicionales.
Volcado en la estantería libresca, organizo al mundo con la numerología clásica
del “4, 4, 2”. Como Cancerbero, coloco al genio novohispano Carlos de Sigüenza
y Góngora, por su juego de virtudes políticas, sus paraísos occidentales y sus
mediciones astrológicas; indicando que sabe moverse en pies y manos. El primer
toque lateral, por la derecha, José Gorostiza, que situado en su epidermis
logró lanzar vaticinios al tiempo y a la muerte, por un Dios inasible que aún
ahoga. A su lado, en la defensa, el inagotable Alfonso Reyes, con su visión,
crítica y fortaleza; junto con Juan Rulfo, que dos martillazos suyos fueron
suficientes para sismar las letras mexicanas del siglo XX. Por la siniestra lateral,
Carlos Fuentes, quien sube y baja a la sombra-luz del Aura. En la contención,
el siempre bravo y feroz Fernández de Lizardi, “El Pensador Mexicano”. José
Emilio Pacheco que, por hondo que sea el mar profundo, seguirá siendo la nieve
su diosa, su Diana, la ínfima Mariana en la espuma de la isla que ve y volverá
en su eterno viaje. Palingenésico desde el inicio, que es su final, Salvador
Elizondo, “El grafógrafo” que –¿Recuerdas?– sacrifica en
la escritura infinita. Como un verdadero diez, el preciso de la melodía y
tesitura Ramón López Velarde, quien hoy como nunca es el tigre que escribe
ochos en el piso de la soledad. El que define y concreta, el titán Octavio Paz
en sus estadías violentas, abiertas por los epígrafes del único “Desdichado”.
Finalmente, acompañando al delantero, la comprometida de la genealogía de
Neptuno, Sor Juana Inés de la Cruz, quien del sueño hace libres viajes de
sapiencia a la manera gongorina.
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