Comparto la primera entrega de mi columna Ochos en el piso de la soledad, con motivo del primer centenario de La sangre devota de Ramón López Velarde. Agradezco al Periódico Imagen y a sus editores por la apertura e inclusión.
La figura del “Triste” se ha
enmarcado en múltiples espacios poéticos. Gracias a una disposición anímica de
la música con las palabras, se ha podido entablar mitos, personajes o estrofas
de recalada tesitura. Así las cosas: un Orfeo que, en su trágica prueba, canta
el sollozo de un ser de Aurora; un Triste que apenas desposara a la Iseo de
blancas manos; o bien un Nerval ahogado en su propio sollozo, por la soga que
él mismo sujetara en una calle húmeda de París.
Pero, ¿qué enmarca esa tristeza no del héroe, sino del
poeta? Es ahí quizá la penetrante fortuna de los hombres y, en manifiesto de la
pasión, la distinción tanto temática, como en sí del destino, si acaso alguien
pudiese leer el Libro en lo que todo se ha dicho.
En el contexto nacional resalta la figura de Ramón López
Velarde, aquel cósmico “suma de todos los voraces ayunos pordioseros”. Si bien
es verdad que en su argot en verso recae el carácter provinciano, en los
senderos de su simbolización, es quizá la «Devoción» su
característica de Desdichado. Lo anterior, no sólo se demuestra por el título
de su primer poemario La sangre devota –que
este año cumple su primer centenario de haber sido publicado–; es la actitud
del hombre que nota y percibe la manera de sentir la soledad, el silencio y la pasión
como un adestramiento a la solemnidad.
Tal clave se encierra en el sentir de la sangre y la visión
con que el poeta da voces de su condición. El ritual de auscultación hacia la
devoción se puede encontrar en dos poemas. En “A la gracia primitiva de las
aldeanas”, su fervor, hambre y sed vienen acompañados por el deseo de fundar su
mitología personal hacia las muchachas cortijeras amigas del buen sol:
Vasos
de devoción, arcas piadosas
en que el amor jamás se contamina;
jarras cuyas
paredes olorosas
dan al agua frescura campesina…
La devoción de López Velarde apunta a dos direcciones, que
se divisan por la mirada. Por un lado es la dicha y enamoramiento en que late
la sangre, palmo a palmo. Por otro –en el ejemplo de “Mi prima Águeda”– la
desdicha de él y de aquellos en ambientes que se vislumbran por su
palingenesia:
Yo era rapaz
y conocía la o
por lo redondo,
y Águeda que tejía
mansa y perseverante en el sonoro
corredor,
me causaba
calosfríos ignotos…
En La sangre devota se percibe ya la
circularidad del Desdichado. En el cierre de su Zozobra, Ópera Magna, es
el ritual de pintar “ochos en el piso de la soledad”.
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