10.17.2008
VÉRTIGO A LA MUERTE
Análisis ambital de “La Puerta” de Salvador Elizondo
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Aún acepto ese momento. Claro, en la maraña oscura del silencio. Caminaba como especia en los aromas, descifrando en tornillos que circulan los ojos. Y sí, lo conocía bien. Mantenía un estrecho y exacto método de averiguar las cosas. Sostenía en su mano un tenedor que observaba con detenimiento. Cada diente se aguijoneaba sobre el contorno de los dedos, mostrando una posible explicación a los avatares del prisma luminoso y sus líneas.
Ya cargaba con cigarros. No los olvidaba y, más atenuante aún, no ofrecía alguno, ni para abrir conversación. Era parte de su estilo personal. El elitismo y arrogancia admirable con la que su voz, algo extraña, merecía una parte de manifiestos en la selección de las palabras y el cuidado de los días.
Así era Elizondo. Parecido a una caja nebular de sentimientos. Buscando un producto artístico completo, lleno, no cercano a cualquiera de los sitios. No consideraba un efecto mártir el ejercicio de escritura, por el contrario, era una forma de ataviar el ritual.
Caminé lo más rápido que pude. No soy un tipo que llegue puntual a las reuniones, pero era Elizondo. Su formación alemana lo hacía metódico hasta en la chaqueta que llevaba consigo. De igual manera, su extrema exactitud en los detalles. Lo hacía consigo, que el tiempo trascurría en un instante concebido por la manija que cambiaba de lunar a los movimientos solares, en esa puerta roída, que bajaba unos cuantos escalones del edificio café a la cual acordamos.
Cargaba consigo El cementerio marino de Paul Valery. Creía en la manifestación pura de la poesía, tal como era la propuesta del poeta francés. Más tomentoso era la posición estructural de obra que él creaba. Conocía historias, cada una, sus puntos. Su condición de pintor frustrado, de director cinematográfico frustrado, de poeta frustrado, le hacían un particular modo de cortar el libro con los sesos.
Se trastornaba con el mausoleo de la palabra en los libros y la luciérnaga que se persigue en la cueva que contrapone la palabra. “La lucidez –decía– es el mayor grado de resentimiento que podemos manifestar contra el significado de las cosas, aunque no contra las cosas mismas”1.
* * *
No puedo evitar su repaso a las obras, crímenes, que hizo en sus años asequibles. Él los miraba como un efecto de tristeza, no como una necesidad de fama, de best-seller. No concedía una escritura de las masas, no se preocupaba por las situaciones de la generación que se estancó en la noche de Tlaltelolco.
Prefirió la soledad de la escritura, de su experimento creador y literario, que a la masa cuantitativa y cualitativa, las de las entrevistas, la de los reportajes, la de las fotos. Sólo Lavista, la vista sobre el humo que se enfada en las situaciones y las equidades del peso estructural.
Y lo veía, sentado en su sitio. Sosteniendo el pincel del aire asmático. Consideraba una tristeza la creación y así mantenía las figuras sobre el aire, a veces lentas y semidiosas, a veces rápidas y mortales.
“Tal vez por snobismo o por ignorancia se prefiere llamar neurastenia,
depresión, spleen, melancolía, tedio, fatiga, mala digestión, tiempo nublado, blues a la simple y sencilla tristeza. Pero la neurastenia se cura con vitamina B, la depresión con vino, la fatiga con reposo, el spleen con carcajadas, la mala digestión con bicarbonato, el tedio y el mal tiempo se evitan con la televisión o en el cine, la melancolía se cultiva por un enorme valor y prestigio literario. Sólo la tristeza es incurable; pasa, pero llevándose consigo el secreto de su causa y el recuerdo de su efecto, sin dejar huella alguna de cuánto volverá. No atiende a su presencia ninguna circunstancia orgánica o exterior y la tristeza puede darse en cualquier sistema nervioso, en cualquier tubo digestivo y en cualquier día del año. Aunque no es impeditoria del trabajo cotidiano si es que éste existe, prefiere la cercanía de los ociosos y de los solitarios.”2
Creí entonces haberlo comprendido. Ahora me doy cuenta que nunca lo hice. Si yo trataba el diálogo, las formaciones se asumían como muros, como reflejos, como balbuceos que se lanzan a caravanas de tanques militares y son aplastados. No dejaban, por ser palabra profética, siquiera, el placer de la metáfora. Mientras yo trataba de leer Farabeuf (1965), El hipogeo secreto (1968), Narda o el verano (l966), El retrato de Zoe y otras mentiras (1969) El grafógrafo(1972), Cuaderno de escritura (1969), él no se tomaba la molestia de sacarme y alejarme a palabras llenas que jamás entendería.
“Ésta última hipótesis –dice alguno de sus iniciados– me sigue pareciendo
confiable: renuncia a las masas, Elizondo ha devenido “autor del culto”, lo cual le ha otorgado otro tipo de persistencia, más secreta pero más fructífera. A propósito de ello, Jaime Moreno Villareal, me comentó alguna vez, en una conversación informal, que los pocos pero fieles admiradores de Elizondo conformaban una extraña hermanad, una secta con ordenanzas tan estrictas y misteriosas que en última instancia, ninguno de los iniciados llenaba a plenitud los requisitos para ingresar en ella… Ni siquiera el mismo Elizondo.”3
Precedía parte de un rito. Un segmento perseguido. Un rito iniciático que algunos pocos tratan de seducir a la muerte para las creaciones. Tienen en cuenta el crimen, el asesinato, la traición, una traición que inicia con la pluma imaginada de Elizondo, hasta la muerte imaginaria del lector. El cierre del libro, la inmovilidad de la perilla.
* * *
A decir verdad jamás escuché la voz que le hablaba detrás de la puerta. Mencionaba esa historia con insistencia, trastocado por su ya caracterizado estilo de contar las cosas. La fascinación por la mujer, objeto central del arte, y la muerte era parte de su obra, de su seguimiento.
Creo haberla leído en Narda o el verano, realmente no lo sé. Lo único que tengo fijo en la mente es “La puerta” que aparecía en esa repetición de auroras cuando el humo del cigarro se elevaba por las escaleras. Mencionaba aquella alberca con azulejo, aquellos pasillos verdes y viejos.
Las enfermeras grotescas y mal vestidas por la mañana en que llegaban a poner insulina a las internas. El silencio que albergaba cada sentimiento, el éxtasis que encerraba la profunda sinopsis inútil del instante, en que la locura atraviesa una etapa formadora de avalanchas, de abismos.
A decir verdad jamás escuché la voz que le hablaba. Una voz que concebía el final del instante. No había un pasado sólido, un presente callado, ni un futuro climático sin la apertura de la puerta. No pensaba así, era cuestión de tomar vértigo y seguir el instinto del poder, del actuar, del seguir los pasos firmes y tener la certeza de lograrlo. No obstante,
“Por su mente cruzaron fugazmente las palabras de aquella canción: “Acércate
más,… y más… y más… pero mucho más…” Su boca balbució casi imperceptiblemente esas palabras: “Come clo… ser to meee…” y el vidrio de la ventana se empañó con su aliento
cálido.”4
Y él se detenía más lentamente a expulsar el humo y recrear el momento apreciado. Quedaba callado ante la expectativa del silencio, turbio y mareado recobraba las angustias y se ponía a modo de soltar una bofetada al tiempo. Detestaba los tiempos vivientes, que trascurren; por el contrario, gustaba por un tiempo agónico, sublime, que pudiera manejar todo tipo de ideas, de sentimientos, de exprimir cada pensamiento en la jugosa gota de sudor que rueda en la mejilla, a instantes.
Realmente tenía miedo a ese vértigo, al de poder. Sí, de libertad y poder hacer las cosas, romper los tabúes, las claves, y encerrarse en el mito eterno de su figura pesada y presuntuosa. Para ello era la muerte, o mejor dicho, la forma de la muerte. Y fumaba, y decía:
“[…] La poesía misma se desentiende del amplísimo significado que tiene nuestra muerte para tratar de descubrir en la banalidad de la naturaleza y de los sentimientos el germen de una supervivencia inasequible. […]
“No obstante la malignidad con la que nos es impuesta la realidad, nos engañamos a veces; creemos que nuestro destino es más que vomitar, más que confrontar pormenorizadamente el asco que nuestra conciencia acaba por descubrir en todas las cosas; nos olvidamos momentáneamente de nuestro deber de morir y de matar lo que sobrevive cada hora de nosotros mismos; […]. Nuestra única realidad es el potro de tortura al que estamos anclados a pesar de las mareas falaces del sentimiento. Un atardecer, un rayo de sol es capaz de destruirnos con más malignidad que todas las tenazas del verdugo y sin embargo creemos descubrir en el crepúsculo, en la luz, el mentís a nuestra condición de gusanos coprófagos.”5
Y al decir eso, extendí mi mano y no toqué el viento. Era la adrenalina la que situaba el lugar. El recuerdo de la dama que entraba en aquel cuarto y se veía muerta por la última gota de sangre que se derramaba. Era parte del umbral del dolor, el corazón no para en la pizca rajo del final.
En realidad, significaba el deseo de salir, el vértigo a poder y a la libertad; pues la libertad significa la acción desmesurada y altiva. Singularidad propia, no detenida a reglas, sea de la vida, de la muerte, de la tortura. Sólo al momento único de la huída, pues a lo largo de las reflexiones lo avisa, no llegues o morirás, o pasarás a un estado suprarrenal, de algún modo. “¿Hubiera osado abrirla? No; parecía encerrar un misterio tenebroso, como si detrás de aquellas relucientes y pesadas hojas de cedro, con su cerradura de bronce pulido, estuviera oculto un cadáver, su cadáver talvez.”6
Se rompió esa barrera, contrajo el riesgo de ser torturada por la inquietud que encerraba la puerta. Lo logró. Encontró el vértigo a la muerte, a una muerte en la idea, pues la tortura al cuerpo mantiene la exégesis del erotismo que preside en todo el texto.
Y el espejo que existía, la inercia al infinito concebido en la puerta. Se abre, se cierra, se refleja y no tiene final, en el orden nuevo de la muerte y la vida y la vida y la muerte.
Si tardó tiempo en darse cuenta de su aspecto, fue por que la mujer estaba poseída por las marañas que representan cada esfera nuclear que conjuga el sentimiento del nihilismo ciego. Estaba aturdida y el poder de la libertad hizo que acelerara las pasiones de su cuerpo, de su muerte. Una sola puerta logró demostrar lo que Elizondo hablaba y yo no comprendía.
* * *
Puedo decir que charlamos la metraescritura. Bueno, charló la metraescritura, pues yo me dedicaba a entender el método. Con fascinación, esperaba el pensamiento de la apertura a un nuevo texto. Un texto que concibiera ideas del infinito instante. Pero sólo pasó unos momentos. No fue tanto tiempo, en realidad.
No recuerdo si quedamos estáticos. Fue la última vez que lo vi. Teniendo, quizá, la esperanza y necesidad de vivir esa muerte en el infinito. Encontrarse con un espejo que torturara la existencia inexistencia. Lo único que recuerdo es que él se levantaba y daba vuelta la perilla, mientras yo cerraba el libro.
_________________________
1ELIZONDO, Salvador, “Cuadernos de escritura (presentación de Paulina Lavista)”, Revista Letras Libres, Mayo 2008, Año X, Número 113, pág. 61
2ELIZONDO, Salvador, cita de cita, Lars Svendsen, “Aburrimiento y drogas”, Revista Literal, Invierno 2007, Volumen 11, pág. 17.
3LIZARDO, Gonzalo, “Elizondo, la muerte de un gnóstico”, Revista Letras Libres, Agosto 2006, Año VIII, Número 92, pág. 33.
4ELIZONDO, Salvador, “La puerta”, Narda o el Verano, Obras Tomo I, Edit. Colegio de México, México, D. F., 1994, pág. 205.
5Ibid, pág. 207.
6Ibid, pág. 60.
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