La poesía hispanoamericana
ha explotado con especial cariz la relación entre el alma y el cuerpo. Los
valores epistémicos de época han conformado diversas direcciones de sentido. No
se trata únicamente de elementos que atañen a lo corpóreo, sino de un concepto
metafísico.
Dos imágenes-metáforas han reelaborado tales
encuentros. La primera, el cuerpo es sólo una prisión del alma; ambas tienen
una relación tenue y terrenal. La segunda, la belleza de la rosa que, en su
fragancia y altura momentánea, le depara una conclusión no digna de su magnitud.
Estas imágenes-metáforas han estado inmersas en
representaciones poéticas. Baste recordar cómo la Emblemática dictaba pictura y poesis por la búsqueda de una lección. No obstante, las cuencas
semánticas de cada tiempo proponen imágenes y devenires propios de sus autores.
En los libros de exequias reales novohispanas, los emblemas con imágenes
cadavéricas describen la separación de alma y cuerpo. Sus descripciones son por
demás humanas, ya que intentan indicar que la trascendencia es por la idea. De
allí que se hable de exempla de vida,
en la redención de las almas.
La poesía de finales del siglo XIX y principios
del XX volvió más oscura dicha relación. El ánima
y su prisión no es ya una cuestión moral, aunque sí teológica. Se trata del
concepto de la desesperación de una conciencia que encuentra su voz en el
vacío, sin que esto signifique un sitial seguro o estable. Así, Ramón López Velarde cifró en versos su
aullido, en “Un lacónico grito…”
La imagen del cuerpo y el alma se hacen presentes,
en correlación dialéctica con la amada y su belleza:
Mi corazón te dice: “Rosa intacta,
vas dibujada en mí con un dibujo
incólume, e irradias en mi sombra
como un diamante en un raso de lujo”.
Mi corazón olvida
que engendrará al gusano
mayor, en una asfixia corrompida.
La lección lopezvelardeana no indica
un ideal por establecer un mundo afable, que cuide el sentimiento moral. Lo que
explora es la oscuridad de la metáfora, el discernimiento entre conciencia y
cuerpo, que no se desvive por sí, sino en la blancura y anhelo.
Tú misma, blanca ala que te elevas
en mi horizonte, con las compostura
beata de las palomas de los púlpitos,
y que has compendiado en tu blancura
un anhelo infinito,
sólo serás en breve
un lacónico grito
y un desastre de plumas, cual rizada
y dispersada nieve.
Entonces,
tanto el alma como el cuerpo son breves suspiros de un mundo abierto al vacío, no
infinitud. Se trata del terror de la conciencia, que no encuentra seguridad, ni
en las palabras, ni en la blancura de conciencia. Es el inicio de una voz
nihilista, que por su grito transita en su pulcra soledad.
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