Las producciones materiales
del libro están sujetas a múltiples condiciones. Terminar el manuscrito y
pasarlo a la imprenta apenas representa el primer paso en la culminación de la
obra. Entre las correcciones del editor, la adecuación a la caja de texto, la
obsesión por las letras –en designios gráficos– o el diseño de portada, forros
y estilos, constituyen un trabajo de lectura, introspección y disciplina en los
que intervienen varias manos. A pesar de las obsesiones críticas de los
autores, a veces no se hace justicia al esmero del escritor en la materialidad
de su texto.
Existen obras que por la calidad de su contenido,
esmero y materialidad han pasado a constituirse plenos templos de la Palabra,
tallada en su piedra y centro. Primeras ediciones se hacen célebres, tanto en
las voces que se inauguran, como en el sentido de sus ediciones, que apuntalan
la maestría del autor. De allí que en ocasiones se hable de eterna
confabulación entre escritores, editores e impresores.
La sangre
devota de Ramón López Velarde representa un caso de libro excepcional. Apareció
en enero de 1916, a cargo de Revista de
Revistas, el antecedente del periódico Excélsior.
La portada consiste en una mujer que mira fijamente al lector, guardando un
misterio por la túnica oscura que cubre parte del rostro izquierdo, así como su
cabeza y cuerpo. Una sonrisa velada delata un designio de efigie. Detrás de ella,
la iglesia de Churubusco perenne, sólida: una metáfora de cuerpo, símil de la
dialogante del retrato. La segunda edición de 1917, que únicamente difiere de
la primera en la introducción e inclusiones de dedicatorias, resguardó el
retrato.
El autor de la portada fue Saturnino Herrán. No es
gratuita la relación con que el poeta y el pintor reafirmaron en obra, visión e
incluso vida. Marco Antonio Campos confirma el sentido, pues a la muerte del
pintor –el 8 de octubre de 1918–, el acontecimiento sería uno de los tres
decesos que más afectarían a López Velarde, en amplitud a su gran amistad.
En “Oración fúnebre”, el poeta realizó una
descripción del pintor, que pareciese un espejo sobre otro espejo, en reflejos
de eternos: “La persuasión de lo indivisible de nuestra persona afianzó a
Herrán en el culto de la línea moral y física, interpretando a sus niños, a sus
viejos y a sus mujeres con tan elegante energía, que debe considerársele como
un poeta de la figura humana.” El poeta en su lectura y edificación alcanza
dicha introspección de relaciones:
Noble señora de provincia: unidos
en el viajo balcón que ve al poniente,
hablamos tristemente, largamente,
de dichas muertas y de tiempos idos.
Se muestra entonces el
malabar en ochos del retratista y poeta: lo demás es cuestión y recepción de la
Literatura.
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