Ochos en el piso de la soledad, columna conmemorativa a La sangre devota de Ramón López Velarde. Con el agradecimiento al periódico Imagen por la publicación.
En el siglo XIX en México y
en otros lugares se produjeron obras que, en el fondo, tenían la intención de
retratar a personajes “arquetipos”. Esto es delinear ya sea al pícaro citadino,
al sacerdote, a la monja, al político, entro otros. El modo de hacerlo es lo
que traza los propósitos de los autores, ya que el socavar o exaltar,
transferir ritualidades o palabras es una forma de ordenar sistemas de valores.
El
periquillo sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi es un ejemplo en
tal sentido. En la descripción de ciertos personajes, de estilo llano, el Pensador Mexicano hace una sátira
convexa de su época.
Cien años después, quizá no con un ciclo de
continuidad, aunque sí con un ambiente de retrato, La sangre devota de Ramón López Velarde hace una introspección de
los atributos, sitios y actores de una provincia mística, refulgente y casi
prístina. Si de Fuensanta se entiende a la nueva donna angelicata, que señala el camino por la pureza, otros
planetas orbitan en la sonda poética del jerezano. Ellos son, además, quienes
rematan la predestinación fúnebre y solitaria de López Velarde.
“El campanero” es un ejemplo de la representación
de un personaje provinciano. Es un poema compuesto por tres estrofas de cinco
versos endecasílabos, con rima primera, tercera y cuarta, así como en segunda y
quinta.
El texto es dialógico, entre la voz del poema y un
campanero. Se trata del hombre de provincia que vuelve, tras cambiar de
residencia a la ciudad, y se pone al tanto de los rumores. De allí el fiel
hombre del centro y oidor del templo en sus niveles cósmicos; “Me contó el
campanero esta mañana / que el año viene mal para los trigos.” Como mera
formalidad de introducción, se inicia el proceso de reconocimiento por vidas ya
pasadas, juventudes ya hechas:
Me narró amores de sus juventudes
y con su voz cascada de hombre fuerte,
al ver pasar los negros ataúdes
me hizo la narración de mil virtudes
y hablamos de la vida y de la muerte.
La tramoya, por sencilla que
parezca, guarda todo un simbolismo en el pensamiento poético lopezvelardeano.
Amor, virtud y muerte son tratados por periodos circulares alrededor de una
sencillez pueblerina, rematada por el sonar del campanero. En su mística
soltura, el tiempo no pasa, sino los pasos. Los versos terminan con el albacea
de un nuevo testamento:
-¿Y su boda, señor?
-Cállate,
anciano.
-¿Será para el invierno?
-Para
entonces,
y si vives aún cuando su mano
me dé la Muerte, campanero hermano,
haz doblar por mi ánima tus bronces.
El son nupcial que habría
de tomar el campanero es el repique fúnebre en la procesión de vigilia. Sin
duda fue, para Ramón, su vals sin fin, por el planeta.
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