9.12.2016

Por el ánima, el doblar del bronce

Ochos en el piso de la soledad, columna conmemorativa a La sangre devota de Ramón López Velarde. Con el agradecimiento al periódico Imagen por la publicación. 



En el siglo XIX en México y en otros lugares se produjeron obras que, en el fondo, tenían la intención de retratar a personajes “arquetipos”. Esto es delinear ya sea al pícaro citadino, al sacerdote, a la monja, al político, entro otros. El modo de hacerlo es lo que traza los propósitos de los autores, ya que el socavar o exaltar, transferir ritualidades o palabras es una forma de ordenar sistemas de valores.
El periquillo sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi es un ejemplo en tal sentido. En la descripción de ciertos personajes, de estilo llano, el Pensador Mexicano hace una sátira convexa de su época.
Cien años después, quizá no con un ciclo de continuidad, aunque sí con un ambiente de retrato, La sangre devota de Ramón López Velarde hace una introspección de los atributos, sitios y actores de una provincia mística, refulgente y casi prístina. Si de Fuensanta se entiende a la nueva donna angelicata, que señala el camino por la pureza, otros planetas orbitan en la sonda poética del jerezano. Ellos son, además, quienes rematan la predestinación fúnebre y solitaria de López Velarde.
“El campanero” es un ejemplo de la representación de un personaje provinciano. Es un poema compuesto por tres estrofas de cinco versos endecasílabos, con rima primera, tercera y cuarta, así como en segunda y quinta.
El texto es dialógico, entre la voz del poema y un campanero. Se trata del hombre de provincia que vuelve, tras cambiar de residencia a la ciudad, y se pone al tanto de los rumores. De allí el fiel hombre del centro y oidor del templo en sus niveles cósmicos; “Me contó el campanero esta mañana / que el año viene mal para los trigos.” Como mera formalidad de introducción, se inicia el proceso de reconocimiento por vidas ya pasadas, juventudes ya hechas:

Me narró amores de sus juventudes
y con su voz cascada de hombre fuerte,
al ver pasar los negros ataúdes
me hizo la narración de mil virtudes
y hablamos de la vida y de la muerte.

La tramoya, por sencilla que parezca, guarda todo un simbolismo en el pensamiento poético lopezvelardeano. Amor, virtud y muerte son tratados por periodos circulares alrededor de una sencillez pueblerina, rematada por el sonar del campanero. En su mística soltura, el tiempo no pasa, sino los pasos. Los versos terminan con el albacea de un nuevo testamento:

-¿Y su boda, señor?
                                 -Cállate, anciano.
-¿Será para el invierno?
                                      -Para entonces,
y si vives aún cuando su mano
me dé la Muerte, campanero hermano,
haz doblar por mi ánima tus bronces.


El son nupcial que habría de tomar el campanero es el repique fúnebre en la procesión de vigilia. Sin duda fue, para Ramón, su vals sin fin, por el planeta. 

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