Entre La sangre devota (1916) y Zozobra
(1919) no únicamente median tres años, también se consolidan etapas,
conciencias, pensamientos y formas estéticas de pensar al poema. Del primero,
al menos se constatan seis años de su elaboración, por lo que se suscribe entre
miras al pasado, con rupturas ya asiduas, eficaces. Son tres los temas que en
ambos libros se presentan: el eterno femenino, la soledad y el misticismo en el
entorno lopezvelardeano.
Con respecto al primero, sin lugar a dudas no se puede
concebir la obra del jerezano sin la presencia de su femme fatale. El orden de los poemas responde a una valoración
cíclica, que denota la trasformación del sentir y su portento amoroso. En La sangre devota el inicio es festivo,
con un madrigal idílico a Fuensanta; su final es pesaroso y melancólico, en las
fauces lóbregas del pasado incapaz de cambiarse, ante un presente y futuro que
ya no es. En Zozobra, el primer texto
es la plena marca de la tristeza, la recalcitrante Spleen lopezvelardeana; el cierre, un testamento de sus fuerzas
poéticas y los deseos no reprimidos, sino imposibles. Por ello su canto es como
un Jano de la zozobra, pasado y destino melancólico:
Yo también supe antaño de la bondad del cielo
que en mi acerbos pésames llovía […].
La soledad es, en doble ironía del Desdichado, el acompañamiento sonoro de
las obras de López Velarde. No obstante, entre La sangre devota y Zozobra,
tal tropo muestra cambios entre la solemnidad y el desgarramiento. En el primer
libro, toma forma de mujer beatífica: es la Señora de la Soledad, virgen y
madre que se impone en las alabanzas del jerezano. En cambio, el rostro de la
acompañante en su segunda publicación es más una terrible doncella,
inalcanzable, mortuoria.
Esperanza, los astros en que titila el verde
son el feudo en que moras y en que tu luz se
pierde.
El misticismo del entorno es quizá
de las aportaciones de Ramón López Velarde que renovó la tradición poética en
México. La visión de su espacio provinciano es total, puesto que no se trata de
un panegírico lugareño, sino la ofrenda caínica de un sitio que se levanta como
el testigo voraz del sueño, el silencio y el destierro. Los cantos del primer
poemario, más allá de lo donoso, muestran la predilección del bosque místico,
en el relieve por el Templo en su piedra de Bethel. En Zozobra, es un Fiat lux de
su instinto y el sentido. En ambos persiste el terrible piso en que el
campanero reinventa su dolor.
Ambos
son un encuentro de métrica y ritmo, junto a la obsesiva imagen. Sólo que uno
reafirma la tradición y la converge, el otro juega, da atisbos de un nuevo
porvenir.
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