1.02.2017

La Plaza, un ombligo del mundo

Ochos en el piso de la soledad, columna conmemorativa al centenario de La sangre devota de Ramón López Velarde. Con el agradecimiento al periódico Imagen por la publicación. 



Es ya, en cierta forma, un lugar común afirmar que Ramón López Velarde es un poeta de versos a la provincia. En efecto, si bien hay un interés altamente demostrable sobre la idea mágica de sus lugares de origen, no se trata de una mera apología del lugar. Por el contrario, el pueblo llano al que se refiere el jerezano es tema y pretexto que delinea sus posturas ante el mutismo, la vida, el amor y su linaje.
En La sangre devota la idea del pueblo convive entre lo festivo amoroso y lo terrible, macabro. Es un vaivén de zozobras que manifiestan el encuentro, lo metafísico y lo inefable. En los poemas en los que el tropo pueblo provinciano es la cualidad, siempre existe un objeto o espacio que, en recurso de prosopopeya, adquiere características humanas que dialogan con el poeta.
En el poema “En la Plaza de Armas” se observan tres características que la voz del verso redescubre en la interlocución del espacio: centro-mutismo, amor y linaje. La primera parte del poema es imago de la plaza.
Como realce del espacio, se debe recordar que todas las ciudades de pasado virreinal fueron diseñadas en los preceptos vitruvianos consolidados por Felipe II. Por lo tanto, era menester un lugar central que conectara la representación de todos los poderes, entre lo terrenal y lo divino. A las plazas en su transición de antiguo régimen a Estado nación se les añadió el mote de Armas. De tal manera, el poema de López Velarde configura tal espacio, cual ombligo de la luna, con su realce en el silencio del mismo.
Plaza de Armas, plaza de musicales nidos,
frente a frente del rudo y enano soportal;
plaza en que se confunden un obstinado aroma
lírico y una cierta prosa municipal […].
Posteriormente, el poeta “interroga” a la plaza como discípulo fiel de aquella “fuente cantante”, esto es, de las melodías cotidianas que alimentan la imagen. Sus cuestiones son por las doncellas que, en la virginidad e inocencia de sus luces, ya no corren por la sus quioscos.
El verso se abre a los juegos de la predestinación y el olvido.
[…] me ha inundado en recuerdos pueriles la presencia
de Ana, que al tutearme decía el “tú” de antaño […].
La plaza, gran testigo, está muda. No ofrece silencios, sino cantos en vaticinios. La condición lopezvelardeana sale, en enigma de Esfinge, a luz:
Mas la plaza está muda, y su silencio trágico
se va agravando en mí con el mismo dolor
del bisoño escolar que sale a vacaciones
pensando en la benévola acogida de Abel,
y halla muerto, en la sala, al hermano menor.   
Es un Caín amoroso y cantor, entre una Plaza dogmática de ruidos y mutismos.

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