Ochos en el piso de la soledad, columna conmemorativa al centenario de La sangre devota de Ramón López Velarde. Con el agradecimiento al periódico Imagen por la publicación.
Es ya, en cierta forma, un lugar
común afirmar que Ramón López Velarde es un poeta de versos a la provincia. En
efecto, si bien hay un interés altamente demostrable sobre la idea mágica de
sus lugares de origen, no se trata de una mera apología del lugar. Por el
contrario, el pueblo llano al que se refiere el jerezano es tema y pretexto que
delinea sus posturas ante el mutismo, la vida, el amor y su linaje.
En La sangre devota
la idea del pueblo convive entre lo festivo amoroso y lo terrible, macabro. Es
un vaivén de zozobras que manifiestan el encuentro, lo metafísico y lo
inefable. En los poemas en los que el tropo pueblo
provinciano es la cualidad, siempre existe un objeto o espacio que, en
recurso de prosopopeya, adquiere características humanas que dialogan con el
poeta.
En el poema “En la Plaza de Armas” se observan tres
características que la voz del verso redescubre en la interlocución del
espacio: centro-mutismo, amor y linaje. La primera parte del poema es imago de la plaza.
Como realce del espacio, se debe recordar que todas las
ciudades de pasado virreinal fueron diseñadas en los preceptos vitruvianos
consolidados por Felipe II. Por lo tanto, era menester un lugar central que
conectara la representación de todos los poderes, entre lo terrenal y lo
divino. A las plazas en su transición de antiguo régimen a Estado nación se les
añadió el mote de Armas. De tal manera, el poema de López Velarde configura tal
espacio, cual ombligo de la luna, con su realce en el silencio del mismo.
Plaza de Armas, plaza de musicales nidos,
frente a frente del rudo y enano soportal;
plaza en que se confunden un obstinado aroma
lírico y una cierta prosa municipal […].
Posteriormente, el poeta “interroga”
a la plaza como discípulo fiel de aquella “fuente cantante”, esto es, de las
melodías cotidianas que alimentan la imagen. Sus cuestiones son por las
doncellas que, en la virginidad e inocencia de sus luces, ya no corren por la
sus quioscos.
El verso se abre a los juegos de la predestinación y el
olvido.
[…] me ha inundado en recuerdos pueriles la
presencia
de Ana, que al tutearme decía el “tú” de antaño
[…].
La plaza, gran testigo, está muda.
No ofrece silencios, sino cantos en vaticinios. La condición lopezvelardeana
sale, en enigma de Esfinge, a luz:
Mas la plaza está muda, y su silencio trágico
se va agravando en mí con el mismo dolor
del bisoño escolar que sale a vacaciones
pensando en la benévola acogida de Abel,
y halla muerto, en la sala, al hermano menor.
Es
un Caín amoroso y cantor, entre una Plaza dogmática de ruidos y mutismos.
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