Dos aves canoras se postran
ante la mirada de dos poetas, sumados en la melancolía. En su porte y en la
armonía de sus notas, encierran el reflejo transparente de dos deseos, personalidades
y palabras; además del estupor de sus cifras, en lo alto de la singularidad y
tradición.
Las dos aves están en medianoche o, en perspectiva, los
poetas abren sus ojos a los singulares símbolos en la cumbre nocturna. Uno en
la debilidad y el cansancio por las reflexiones de un curioso y olvidado
volumen, el otro tras la vuelta de las largas caminatas que, en la Zozobra de una luna de junio, anunciarán
su última partida.
The raven (El cuervo) de Edgar Allan Poe se encuentra
a poco menos de un siglo de distancia de “Para el zezontle impávido” por Ramón
López Velarde. En los títulos se nota la solidez de las aves, en distancia de
los poetas que observan. Si el primero se sitúa sobre el busto de Palas, gallardía
de la sabiduría, el segundo se mece en cansancios seniles y en la incauta
ilusión de damas, orgulloso de una lengua dócil. No hay miedo en sus ojos o en
su canto; del silencio al “Nevermore”
que increpa a la verdad o del amplio repertorio que no teme a despertar los
monstruos de la noche, las aves se muestran en la admiración de los poetas. Y,
como el albatros de Baudelaire, sus alas de versos se escriben en arte mayor.
Para Edgar Allan Poe es la desesperación y el recuerdo de
una Leonore que ha partido. El canto de El
Cuervo es una explicación de su martirio. Le asola y le derrumba en su
extrema melancolía.
“Prophet!”
said I, “thing of evil” –profhet still, if bird or devil!
By the
heaven that bends above us –by that God we both adore–
Tell
this soul with sorrow laden if, within the distant Aidenn,
It shall
clasp a sainted maiden whom the angels name Leonore–
Clasp a
rare and radian maiden whon the angels name Leonore.”
Quot the Raven, “Nevermore”.
Para el poeta jerezano, el zezontle
es un ave en multiplicidad de voces. A su vez, es un espejo de su condición:
gallardo, nocturno, de finos y delicados tonos en acentos, aunque virgen y
trasgresor.
Es seguro que el pobre cantor, que da su música
a la erótica letra de las lunas de miel,
le aprisionaron virgen en su monte; y me apena
que ignore que la dicha de amar es un galope
del corazón sin brida, por el desfiladero
de la muerte. […]
Las
dos voces no logran vencer la circularidad del sueño. Los dos se rinden ante el
reflejo de sus otros, señales de sí mismos.
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