Ochos en el piso de la soledad, columna conmemorativa al centenario de La sangre devota de Ramón López Velarde. Con el agradecimiento al periódico Imagen por la publicación.
Dos “consagraciones” ofrece
Ramón López Velarde a La sangre devota:
a Manuel Gutiérrez Nájera –el padre del Modernismo mexicano– y José Manuel
Othón. Sobre este último, el poeta jerezano tiene líneas o correspondencias
íntimas, entre una lectura concienzuda, los recursos retóricos compartidos por
épocas poéticas o la relación, similitud y recorridos entre Zacatecas y San
Luis Potosí. En varias ocasiones lo consideró como “el más grande de los
neoclásicos americanos”.
Se sabe que López Velarde, bajo los seudónimos de
Marcelo Esteábanez y Tristán, escribió tres textos críticos de la obra de José
Manuel Othón por el tiempo creativo de La
sangre devota. Sus expresiones, en manifiesto no pedido, resaltan tales
correspondencias de temática y estilo. Ahí, en la vista del otro, se denota el
arte poética del poeta de Zozobra y
su compromiso entre palabra, sentido y métrica:
Y este es uno de los méritos más altos de su obra [de Othón]: que en ella nada hay de falso, ni siquiera convencional. Cada palabra corresponde a un fin preciso y la versificación es diáfana como una gota de lluvia que tiembla en un rosal, solemne como la paz de los campos y precisa como una fórmula matemática. No sería aventurado afirmar que no existe una palabra hueca que el poeta haya introducido para llenar los fines de la métrica.
En ese reconocimiento y medida –en
texto escrito en La Nación en 1912–, López
Velarde aspiraba y formaba versos entre la sangre y devoción; medida precisa de
la infinitud del alejandrino, soneto o madrigal. De allí el compartir la
soledad por el “Idilio salvaje” o el atávico viaje por “Canto del regreso”, en
que se exime la tienda o casa “vetusta”, por “Poema de vejez y amor”. Ambos
poetas son peregrinos del ir y regresar, de la soledad y el sin lugar:
Peregrino, soldado, soñador, hoy regreso
a apoyar un instante mi frente en las raíces
de los paternos troncos; a demandar un beso
vernáculo que ablande mis duras cicatrices,
y a llenar mis alforjas, de ensueños ya vacías,
siquiera con un poco, con un poco siquiera
de pasada ventura, de perdida quimera
que hagan brotar del árbol de las ramas sombrías
en
flores otoñales de ilusiones mías.
De tal modo, Ramón López
Velarde reconoce un sentido: “En sus alejandrinos del ‘Canto del regreso’ flota
una tristeza mágica en la descripción del suelo natal, de los ‘paternos ríos’,
de los sitios consagrados por el amor de la adolescencia. Y los recuerdos cantan,
cual coro de oceánidas, según la frase del mismo poema”. Evidencia la
disciplina estética, en la lectura del otro, al que consagra. Valdrán círculos
para expresar la eterna soledad, que en retorno y el suelo natal perturben los
cantos del oscuro zenzontle lopezvelardeano.
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