10.20.2008

Bienvenido al club...


Se ha iniciado al club de los imposibles. En una instancia de plena creación y deleite literario, ha logrado ser incluido en una antología de cuentos de la editorial Alfaguara. Algunos de nosotros envidiamos su posición, más él no ha notado la trascendencia de sus palabras, tan sólo goza imaginar lo imposible, sus juegos, sus fantasías, sus realidades. Ya tuvo su primer dilema del club. Quiso mostrar a sus amigos el vuelo de una libélula y ya que no pudo hacerlo con palabras, se lanzó de una silla lastimándose su inocente nariz. Lo veo con ternura cuando duerme, imaginando que sueña mi sueño infantil que alguna vez perdí, cuando veía más lejos mis pies del suelo.

10.17.2008

VÉRTIGO A LA MUERTE


Análisis ambital de “La Puerta” de Salvador Elizondo

* * *
Aún acepto ese momento. Claro, en la maraña oscura del silencio. Caminaba como especia en los aromas, descifrando en tornillos que circulan los ojos. Y sí, lo conocía bien. Mantenía un estrecho y exacto método de averiguar las cosas. Sostenía en su mano un tenedor que observaba con detenimiento. Cada diente se aguijoneaba sobre el contorno de los dedos, mostrando una posible explicación a los avatares del prisma luminoso y sus líneas.
Ya cargaba con cigarros. No los olvidaba y, más atenuante aún, no ofrecía alguno, ni para abrir conversación. Era parte de su estilo personal. El elitismo y arrogancia admirable con la que su voz, algo extraña, merecía una parte de manifiestos en la selección de las palabras y el cuidado de los días.
Así era Elizondo. Parecido a una caja nebular de sentimientos. Buscando un producto artístico completo, lleno, no cercano a cualquiera de los sitios. No consideraba un efecto mártir el ejercicio de escritura, por el contrario, era una forma de ataviar el ritual.
Caminé lo más rápido que pude. No soy un tipo que llegue puntual a las reuniones, pero era Elizondo. Su formación alemana lo hacía metódico hasta en la chaqueta que llevaba consigo. De igual manera, su extrema exactitud en los detalles. Lo hacía consigo, que el tiempo trascurría en un instante concebido por la manija que cambiaba de lunar a los movimientos solares, en esa puerta roída, que bajaba unos cuantos escalones del edificio café a la cual acordamos.
Cargaba consigo El cementerio marino de Paul Valery. Creía en la manifestación pura de la poesía, tal como era la propuesta del poeta francés. Más tomentoso era la posición estructural de obra que él creaba. Conocía historias, cada una, sus puntos. Su condición de pintor frustrado, de director cinematográfico frustrado, de poeta frustrado, le hacían un particular modo de cortar el libro con los sesos.
Se trastornaba con el mausoleo de la palabra en los libros y la luciérnaga que se persigue en la cueva que contrapone la palabra. “La lucidez –decía– es el mayor grado de resentimiento que podemos manifestar contra el significado de las cosas, aunque no contra las cosas mismas”1.

* * *
No puedo evitar su repaso a las obras, crímenes, que hizo en sus años asequibles. Él los miraba como un efecto de tristeza, no como una necesidad de fama, de best-seller. No concedía una escritura de las masas, no se preocupaba por las situaciones de la generación que se estancó en la noche de Tlaltelolco.
Prefirió la soledad de la escritura, de su experimento creador y literario, que a la masa cuantitativa y cualitativa, las de las entrevistas, la de los reportajes, la de las fotos. Sólo Lavista, la vista sobre el humo que se enfada en las situaciones y las equidades del peso estructural.
Y lo veía, sentado en su sitio. Sosteniendo el pincel del aire asmático. Consideraba una tristeza la creación y así mantenía las figuras sobre el aire, a veces lentas y semidiosas, a veces rápidas y mortales.
“Tal vez por snobismo o por ignorancia se prefiere llamar neurastenia,
depresión, spleen, melancolía, tedio, fatiga, mala digestión, tiempo nublado, blues a la simple y sencilla tristeza. Pero la neurastenia se cura con vitamina B, la depresión con vino, la fatiga con reposo, el spleen con carcajadas, la mala digestión con bicarbonato, el tedio y el mal tiempo se evitan con la televisión o en el cine, la melancolía se cultiva por un enorme valor y prestigio literario. Sólo la tristeza es incurable; pasa, pero llevándose consigo el secreto de su causa y el recuerdo de su efecto, sin dejar huella alguna de cuánto volverá. No atiende a su presencia ninguna circunstancia orgánica o exterior y la tristeza puede darse en cualquier sistema nervioso, en cualquier tubo digestivo y en cualquier día del año. Aunque no es impeditoria del trabajo cotidiano si es que éste existe, prefiere la cercanía de los ociosos y de los solitarios.”2

Creí entonces haberlo comprendido. Ahora me doy cuenta que nunca lo hice. Si yo trataba el diálogo, las formaciones se asumían como muros, como reflejos, como balbuceos que se lanzan a caravanas de tanques militares y son aplastados. No dejaban, por ser palabra profética, siquiera, el placer de la metáfora. Mientras yo trataba de leer Farabeuf (1965), El hipogeo secreto (1968), Narda o el verano (l966), El retrato de Zoe y otras mentiras (1969) El grafógrafo(1972), Cuaderno de escritura (1969), él no se tomaba la molestia de sacarme y alejarme a palabras llenas que jamás entendería.
“Ésta última hipótesis –dice alguno de sus iniciados– me sigue pareciendo
confiable: renuncia a las masas, Elizondo ha devenido “autor del culto”, lo cual le ha otorgado otro tipo de persistencia, más secreta pero más fructífera. A propósito de ello, Jaime Moreno Villareal, me comentó alguna vez, en una conversación informal, que los pocos pero fieles admiradores de Elizondo conformaban una extraña hermanad, una secta con ordenanzas tan estrictas y misteriosas que en última instancia, ninguno de los iniciados llenaba a plenitud los requisitos para ingresar en ella… Ni siquiera el mismo Elizondo.”3

Precedía parte de un rito. Un segmento perseguido. Un rito iniciático que algunos pocos tratan de seducir a la muerte para las creaciones. Tienen en cuenta el crimen, el asesinato, la traición, una traición que inicia con la pluma imaginada de Elizondo, hasta la muerte imaginaria del lector. El cierre del libro, la inmovilidad de la perilla.

* * *
A decir verdad jamás escuché la voz que le hablaba detrás de la puerta. Mencionaba esa historia con insistencia, trastocado por su ya caracterizado estilo de contar las cosas. La fascinación por la mujer, objeto central del arte, y la muerte era parte de su obra, de su seguimiento.
Creo haberla leído en Narda o el verano, realmente no lo sé. Lo único que tengo fijo en la mente es “La puerta” que aparecía en esa repetición de auroras cuando el humo del cigarro se elevaba por las escaleras. Mencionaba aquella alberca con azulejo, aquellos pasillos verdes y viejos.
Las enfermeras grotescas y mal vestidas por la mañana en que llegaban a poner insulina a las internas. El silencio que albergaba cada sentimiento, el éxtasis que encerraba la profunda sinopsis inútil del instante, en que la locura atraviesa una etapa formadora de avalanchas, de abismos.
A decir verdad jamás escuché la voz que le hablaba. Una voz que concebía el final del instante. No había un pasado sólido, un presente callado, ni un futuro climático sin la apertura de la puerta. No pensaba así, era cuestión de tomar vértigo y seguir el instinto del poder, del actuar, del seguir los pasos firmes y tener la certeza de lograrlo. No obstante,
“Por su mente cruzaron fugazmente las palabras de aquella canción: “Acércate
más,… y más… y más… pero mucho más…” Su boca balbució casi imperceptiblemente esas palabras: “Come clo… ser to meee…” y el vidrio de la ventana se empañó con su aliento
cálido.”4
Y él se detenía más lentamente a expulsar el humo y recrear el momento apreciado. Quedaba callado ante la expectativa del silencio, turbio y mareado recobraba las angustias y se ponía a modo de soltar una bofetada al tiempo. Detestaba los tiempos vivientes, que trascurren; por el contrario, gustaba por un tiempo agónico, sublime, que pudiera manejar todo tipo de ideas, de sentimientos, de exprimir cada pensamiento en la jugosa gota de sudor que rueda en la mejilla, a instantes.
Realmente tenía miedo a ese vértigo, al de poder. Sí, de libertad y poder hacer las cosas, romper los tabúes, las claves, y encerrarse en el mito eterno de su figura pesada y presuntuosa. Para ello era la muerte, o mejor dicho, la forma de la muerte. Y fumaba, y decía:
“[…] La poesía misma se desentiende del amplísimo significado que tiene nuestra muerte para tratar de descubrir en la banalidad de la naturaleza y de los sentimientos el germen de una supervivencia inasequible. […]
“No obstante la malignidad con la que nos es impuesta la realidad, nos engañamos a veces; creemos que nuestro destino es más que vomitar, más que confrontar pormenorizadamente el asco que nuestra conciencia acaba por descubrir en todas las cosas; nos olvidamos momentáneamente de nuestro deber de morir y de matar lo que sobrevive cada hora de nosotros mismos; […]. Nuestra única realidad es el potro de tortura al que estamos anclados a pesar de las mareas falaces del sentimiento. Un atardecer, un rayo de sol es capaz de destruirnos con más malignidad que todas las tenazas del verdugo y sin embargo creemos descubrir en el crepúsculo, en la luz, el mentís a nuestra condición de gusanos coprófagos.”5

Y al decir eso, extendí mi mano y no toqué el viento. Era la adrenalina la que situaba el lugar. El recuerdo de la dama que entraba en aquel cuarto y se veía muerta por la última gota de sangre que se derramaba. Era parte del umbral del dolor, el corazón no para en la pizca rajo del final.
En realidad, significaba el deseo de salir, el vértigo a poder y a la libertad; pues la libertad significa la acción desmesurada y altiva. Singularidad propia, no detenida a reglas, sea de la vida, de la muerte, de la tortura. Sólo al momento único de la huída, pues a lo largo de las reflexiones lo avisa, no llegues o morirás, o pasarás a un estado suprarrenal, de algún modo. “¿Hubiera osado abrirla? No; parecía encerrar un misterio tenebroso, como si detrás de aquellas relucientes y pesadas hojas de cedro, con su cerradura de bronce pulido, estuviera oculto un cadáver, su cadáver talvez.”6
Se rompió esa barrera, contrajo el riesgo de ser torturada por la inquietud que encerraba la puerta. Lo logró. Encontró el vértigo a la muerte, a una muerte en la idea, pues la tortura al cuerpo mantiene la exégesis del erotismo que preside en todo el texto.
Y el espejo que existía, la inercia al infinito concebido en la puerta. Se abre, se cierra, se refleja y no tiene final, en el orden nuevo de la muerte y la vida y la vida y la muerte.
Si tardó tiempo en darse cuenta de su aspecto, fue por que la mujer estaba poseída por las marañas que representan cada esfera nuclear que conjuga el sentimiento del nihilismo ciego. Estaba aturdida y el poder de la libertad hizo que acelerara las pasiones de su cuerpo, de su muerte. Una sola puerta logró demostrar lo que Elizondo hablaba y yo no comprendía.

* * *
Puedo decir que charlamos la metraescritura. Bueno, charló la metraescritura, pues yo me dedicaba a entender el método. Con fascinación, esperaba el pensamiento de la apertura a un nuevo texto. Un texto que concibiera ideas del infinito instante. Pero sólo pasó unos momentos. No fue tanto tiempo, en realidad.
No recuerdo si quedamos estáticos. Fue la última vez que lo vi. Teniendo, quizá, la esperanza y necesidad de vivir esa muerte en el infinito. Encontrarse con un espejo que torturara la existencia inexistencia. Lo único que recuerdo es que él se levantaba y daba vuelta la perilla, mientras yo cerraba el libro.


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1ELIZONDO, Salvador, “Cuadernos de escritura (presentación de Paulina Lavista)”, Revista Letras Libres, Mayo 2008, Año X, Número 113, pág. 61
2ELIZONDO, Salvador, cita de cita, Lars Svendsen, “Aburrimiento y drogas”, Revista Literal, Invierno 2007, Volumen 11, pág. 17.
3LIZARDO, Gonzalo, “Elizondo, la muerte de un gnóstico”, Revista Letras Libres, Agosto 2006, Año VIII, Número 92, pág. 33.
4ELIZONDO, Salvador, “La puerta”, Narda o el Verano, Obras Tomo I, Edit. Colegio de México, México, D. F., 1994, pág. 205.
5Ibid, pág. 207.
6Ibid, pág. 60.

10.13.2008

EL DECADENTISMO MEXICANO Y EL ORDEN DE LOS TRABAJOS (Parte I de IV)


I.- Del Modernismo al Decadentismo
Es noche de sábado y las colinas tienen un aroma extasiado en las penumbras del duelo. Aquí no hay rezagos, sólo la espera, la oscuridad temblante de lo imbatible, la ausencia acumulada, la epifanía.
El conocimiento de la tenida1 negra confunde el ritual y lo completa, acomodando cada una de las partes en el lugar debido. Existe la comunión –qué misa o ceremonia de trascendencia no lo tiene-, pero no como un método de masticación o plaguicida de los misterios ocultos, en la exaltación de las almas.
El ritual consiste en la fabricación del templo de su cuerpo, su vientre, su pecho; las columnas y el ara de los juramentos. Así, somos espectadores de la celebración de la cátedra entendida como regreso a la silla, a la matriz, a la misma raíz nominal que concentra la palabra catedral y su idea.
Para algunos, en una circunstancia pura de blasfemia, el acto es realizado en un proceso de aberración y herejía en contra de las buenas costumbres. Una “Misa Negra” donde se celebra la única eucaristía del hombre, la mujer y sus almas, y no la conexión con lo divino. Dicho encuentro, plagado de figuras retóricas y escrito en la voz musical del lenguaje más significativa de todas las religiones:
[…] quiero en las gradas de tu lecho
doblar temblando la rodilla
y hacer el ara de tu pecho
y de tu alcoba la capilla… […]2

Con el poema la “Misa Negra” de José Juan Tablada, publicado en 1892 en el periódico El País, la discordia se abriría sobre lo Modernista y la corriente que se estaría suscitando como Decadentista.
Las consecuencias serían terribles, en el sentido que cada parte se descabezaría por mantener los supuestos de sus ideales hasta vencer el rubro de las subordinaciones de las que partían. No todos estaban preparados para ser parte de los grandes comensales, en cierta forma, bucólicos, mantenidos por una sepa de teorización, idealización y discordia de la misma discordia de la que hablamos.
El Modernismo se basaría como una expresión o proceso de maduración de un Romanticismo que poco a poco caducaba en los finales del siglo XIX. México pasaba por una serie de embates sociales, económicos, políticos y culturales. El choque generacional y circunstancial (entiéndase por los momentos políticos) abriría sin duda una serie de parlamentos artísticos, que se discutían sobre las primeras manifestaciones literarias del ahora país independiente.
No se niega que París se convirtió en el anhelo de cada escritor que vivió en esa época. Por el contrario, la capital francesa fue la capital de los ideales estéticos, dio múltiples cartas al mundo, para que cada cual jugara y mostrara, con el manifiesto de su arte, la estética de sus razonamientos.
Por eso, no se puede hablar de un Modernismo, sino de varios Modernismos, como diría José Emilio Pacheco3. Reconocemos los más prolíficos y que estuvieron (en algunas partes siguen estando) de moda. El Parnasiano sería el más reconocido. Sus autores “malditos” harían de su vida una verdadera obra de arte conectada con su obra literaria.
Pero, para México, el Modernismo se manifestaría de una forma distinta. Si bien, reconocemos fácilmente esa primera parte acuñada con autores como Manuel Gutiérrez Nájera, Ignacio Manuel Altamirano, entre otros, que utilizaban:
El culto preciosita de la forma [que] favorece el desarrollo de una voluntad de estilo que culmina en refinamiento artificioso y en inevitable amaneramiento. Se imponen los símbolos elegantes, como el cisne, el pavo real, el lis; […].4

Quiero morir cuando decline el día
en alta mar y con la cara al cielo,
donde parezca un sueño la agonía
y el alma un ave que remonta el vuelo.5

La segunda etapa estaría burilada por los vacíos y las esperanzas aunadas al extremo social; los derroches del bar y el burdel y el lanzamiento de la piedra que abriría el camino de ciertas libertades de temas y de formas en una sociedad altamente aburguesada y jerarquizada, chocante y de diversas realidades:
[…] a la vez que el lirismo personal alcanza manifestaciones intensas ante el eterno misterio de la vida y de la muerte, el ansia de lograr una expresión artística cuyo sentido fuera genuinamente americano es lo que prevalece. Captar la vida y el ambiente de los pueblos de América, traducir sus inquietudes, sus ideales y sus esperanzas, […].6

A esta etapa, en México, podemos llamarla “Decadentismo”, aunque, cabe recalcar, que en la última década del siglo XIX las palabras decadentista y modernista significaban lo mismo7. Una especie de festividad social y artística ligada a hechos y remembranzas alejados a los diseños. Fueron sus conductas antisociales y las imágenes las que abrirían un sendero a la distancia.



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1La “Tenida” es una misa, trabajo de Masticación y/o celebración de unión mística.
2 José Juan Tablada, “La Misa Negra”, Los mejores poemas, UNAM, México, 1971, p. 22.
3José Emilio Pacheco, “Introducción” a Antología del modernismo (1884-1921), UNAM y Era, 1999, p. XI-LI.
4 Max Henríquez Ureña, Breve historia del Modernismo, FCE, México, 1978, p. 33.
5Manuel Gutiérrez Nájera, “Para entonces”, Rubén M. Campos. El bar. La vida literaria de México en 1900, UNAM, México, 1996, p. 261.
6Ídem.

10.01.2008

Ya es octubre. Tiempo distante y alejado a mis sensaciones en la atmósfera sensorial que encierran mis tormentos. Parece un eclipse que camina y abre compuertas infinitas sin espejos. Quisiera tragarme el cielo y caer. Ya es octubre. Tomo mis nudillos, sin lograr entender el ciclo en que caemos y la aberración al tiempo persistente, al frío, a la neblina secular con la que despierto hinchado hasta los ojos. Los vicios no funcionan, los rituales me abruman. Ya es octubre. Pienso en la sensación de los techos que solo miran hacia arriba, esperando a que el cometa pase y deje su rastro. Quedo estático en los pensamientos, tal vez, si los espasmos ocurren de noche, la niebla acostumbra a confundir tu silueta y el verano. Ya es octubre. Me da jaqueca el hastío, no lo considero necesario en la formulación de un autor de cabecera. Más me atrae la víspera, aquello que los sacerdotes nos han hecho creer en advenimiento. La mentira está siempre dicha, siempre descubierta, siempre deliciosa. Ya es octubre. Los comerciales plantean la posibilidad del “gran descuento”, en el juego retórico de que octubre es el mes. No lo es. Ya es octubre, siento vértigo, vértigo a la muerte. Quizá sea el movimiento lunar o la fragmentación musical que aplica una oración leída en el periódico. No obstante, quiero ser y que no sea, sólo si no soy y es. Por lo pronto es octubre, siento la jaqueca, formulo un egocentrismo fragmentado a la espera del resplandor, el resto.