1.21.2016

La devoción del Desdichado

Comparto la primera entrega de mi columna Ochos en el piso de la soledad, con motivo del primer centenario de La sangre devota de Ramón López Velarde. Agradezco al Periódico Imagen y a sus editores por la apertura e inclusión. 



La figura del “Triste” se ha enmarcado en múltiples espacios poéticos. Gracias a una disposición anímica de la música con las palabras, se ha podido entablar mitos, personajes o estrofas de recalada tesitura. Así las cosas: un Orfeo que, en su trágica prueba, canta el sollozo de un ser de Aurora; un Triste que apenas desposara a la Iseo de blancas manos; o bien un Nerval ahogado en su propio sollozo, por la soga que él mismo sujetara en una calle húmeda de París.
Pero, ¿qué enmarca esa tristeza no del héroe, sino del poeta? Es ahí quizá la penetrante fortuna de los hombres y, en manifiesto de la pasión, la distinción tanto temática, como en sí del destino, si acaso alguien pudiese leer el Libro en lo que todo se ha dicho.
En el contexto nacional resalta la figura de Ramón López Velarde, aquel cósmico “suma de todos los voraces ayunos pordioseros”. Si bien es verdad que en su argot en verso recae el carácter provinciano, en los senderos de su simbolización, es quizá la «Devoción» su característica de Desdichado. Lo anterior, no sólo se demuestra por el título de su primer poemario La sangre devota –que este año cumple su primer centenario de haber sido publicado–; es la actitud del hombre que nota y percibe la manera de sentir la soledad, el silencio y la pasión como un adestramiento a la solemnidad.
Tal clave se encierra en el sentir de la sangre y la visión con que el poeta da voces de su condición. El ritual de auscultación hacia la devoción se puede encontrar en dos poemas. En “A la gracia primitiva de las aldeanas”, su fervor, hambre y sed vienen acompañados por el deseo de fundar su mitología personal hacia las muchachas cortijeras amigas del buen sol: 
Vasos de devoción, arcas piadosas
en que el amor jamás se contamina;
jarras cuyas paredes olorosas
dan al agua frescura campesina…  
La devoción de López Velarde apunta a dos direcciones, que se divisan por la mirada. Por un lado es la dicha y enamoramiento en que late la sangre, palmo a palmo. Por otro –en el ejemplo de “Mi prima Águeda”– la desdicha de él y de aquellos en ambientes que se vislumbran por su palingenesia: 
Yo era rapaz 
y conocía la o por lo redondo, 
y Águeda que tejía
mansa y perseverante en el sonoro
corredor, me causaba
 calosfríos ignotos…
En La sangre devota se percibe ya la circularidad del Desdichado. En el cierre de su Zozobra, Ópera Magna, es el ritual de pintar “ochos en el piso de la soledad”.