4.25.2016

Saturnino Herrán: pintor de "La sangre devota"

Ochos en el piso de la soledad, columna al centenario de La sangre devota por Ramón López Velarde. Con el agradecimiento al periódico Imagen por la publicación. 


Las producciones materiales del libro están sujetas a múltiples condiciones. Terminar el manuscrito y pasarlo a la imprenta apenas representa el primer paso en la culminación de la obra. Entre las correcciones del editor, la adecuación a la caja de texto, la obsesión por las letras –en designios gráficos– o el diseño de portada, forros y estilos, constituyen un trabajo de lectura, introspección y disciplina en los que intervienen varias manos. A pesar de las obsesiones críticas de los autores, a veces no se hace justicia al esmero del escritor en la materialidad de su texto.
Existen obras que por la calidad de su contenido, esmero y materialidad han pasado a constituirse plenos templos de la Palabra, tallada en su piedra y centro. Primeras ediciones se hacen célebres, tanto en las voces que se inauguran, como en el sentido de sus ediciones, que apuntalan la maestría del autor. De allí que en ocasiones se hable de eterna confabulación entre escritores, editores e impresores. 
La sangre devota de Ramón López Velarde representa un caso de libro excepcional. Apareció en enero de 1916, a cargo de Revista de Revistas, el antecedente del periódico Excélsior. La portada consiste en una mujer que mira fijamente al lector, guardando un misterio por la túnica oscura que cubre parte del rostro izquierdo, así como su cabeza y cuerpo. Una sonrisa velada delata un designio de efigie. Detrás de ella, la iglesia de Churubusco perenne, sólida: una metáfora de cuerpo, símil de la dialogante del retrato. La segunda edición de 1917, que únicamente difiere de la primera en la introducción e inclusiones de dedicatorias, resguardó el retrato.
El autor de la portada fue Saturnino Herrán. No es gratuita la relación con que el poeta y el pintor reafirmaron en obra, visión e incluso vida. Marco Antonio Campos confirma el sentido, pues a la muerte del pintor –el 8 de octubre de 1918–, el acontecimiento sería uno de los tres decesos que más afectarían a López Velarde, en amplitud a su gran amistad.
En “Oración fúnebre”, el poeta realizó una descripción del pintor, que pareciese un espejo sobre otro espejo, en reflejos de eternos: “La persuasión de lo indivisible de nuestra persona afianzó a Herrán en el culto de la línea moral y física, interpretando a sus niños, a sus viejos y a sus mujeres con tan elegante energía, que debe considerársele como un poeta de la figura humana.” El poeta en su lectura y edificación alcanza dicha introspección de relaciones:
Noble señora de provincia: unidos
en el viajo balcón que ve al poniente,
hablamos tristemente, largamente,
de dichas muertas y de tiempos idos.

Se muestra entonces el malabar en ochos del retratista y poeta: lo demás es cuestión y recepción de la Literatura.

4.18.2016

Soledad, la eterna Señora

Ochos en el piso de la soledad, columna por el centenario de La sangre devota de Ramón López Velarde. Con el agradecimiento al periódico Imagen por la publicación. 




Ramón López Velarde en gran parte de su obra dio guiños, en diferentes imágenes poéticas, de anclar su predilección, tormento y devoción a una eterna señora: Soledad. El tema, por su largo andamiaje en la tradición literaria, pudo haber caído en lugares comunes, dada las implicaciones o tránsitos de canciones, poemas, lais medievales, entre otros. No obstante, para el jerezano tal concepto es abrigo para juegos del sentido, que repercuten en ideas o tropos perfilados en el cariz de la propuesta del poeta.
Soledad tiene varios significados en la obra de Ramón López Velarde. El más evidente es el destino que sus múltiples andanzas arroja, convirtiéndose así en la única compañera en la zozobra de su tono y final. También, en su ópera magna, se refiere al territorio en que el tigre, feroz soltero, escribe ochos en el infortunio infinito del desasosiego.
Quizá, de las imágenes más ricas que entrega sobre tal propensión del tema es el fervor que muestra Ramón López Velarde a Nuestra Señora de la Soledad. En el poema “A la patrona de mi pueblo” se puede observar una conformación de visiones oscuras, en la implantación prismática del autor. Así, el poeta describe:
Vestida de luto eres,
Nuestra Señora de la Soledad,
un triángulo sombrío
que preside la lúcida neblina
del valle; la arboleda que se arropa
de las cocinas en el humo lento;
la familiaridad de las montañas;
el caserío de estallante cal;
el bienestar oscuro del rebaño,
y la dicha radiante de los hombres.
 La descripción es parecida a la que realiza en “A mi prima Águeda”, pues se trata de una eterna congoja, consolación y delirio. Ella es nave, es niebla y es lucero para los hombres en tristeza. El recurso dialéctico es un guiño a las voces que en el Medioevo realizara Gonzalo de Berceo. Sin embargo, el triángulo al que se refiere López Velarde es además la conexión que, en su palabra y silencio, se une a la amada.
Confortándola a Ella, Tú me obligas
como si con la orla
dorada de tu manto,
agitases un soplo
del Paraíso a flor de mi conciencia.
Porque siempre un lucero
va a nacer de tus manos
para la hora en que Ella
te implore, Tú me tienes
comprado en cuerpo y alma.
De tal modo, Soledad se convierte en la perpetua señora y patrona del poeta, pues abriga el concepto del poeta. Ella es principio de sentidos. El vaticinio que busca, su final, es cumplido:
y que me dejes ir  en mi última década
a tu nave, cardíaco
o gotoso, y ya trémulo,
para elevarte mi oración asmática […].
Para López Velarde Soledad es su dulce eternidad.

4.17.2016

Significar el sonido

Ochos en el piso de la soledad, columna al centenario de La sangre devota de Ramón López Velarde. Con el agradecimiento al periódico Imagen por la inclusión. 



De los elementos más complejos que un poeta puede forjar es el emparentar palabra, tesitura de sonido y significación. No se trata de un artilugio de la métrica o la rima; tales reglas en cierta forma marcan directrices de golpes, medidas y suturas. Éstas buscan un universo de voces orquestadas, es una especie de partitura en la que graves, átonos y tónicas cabalgan, mostrando sitios llenos o vacíos de espasmos.
Significar el sonido es elegir palabras que por sus vocales y consonantes en el juego de acentos idealizan cierto acto, sujeto o nombre. Un grado mayor es conjugarlos con otros sentidos, son al menos tres niveles de creación. Percibirlos requiere de un oído entrenado en la poesía, en la música; simplemente se puede resumir a la impresión de algo en su manera de verse, oírse e imaginarse.
Ramón López Velarde es un autor con mencionada percepción, se debe leer en niveles o registros de múltiple significación. De los hechos más discutidos, está el tema de la soledad, el amor y la melancolía. También, casi de la mano, el uso delicado de adjetivos y elementos con que mistifica rasgos femeninos en templos sacros en el punto clímax de su profanación. El significar los sonidos, a la voz de su sentido y musicalidad, es de los puntos que se vislumbran de su obra. Un ejemplo se nota en el poema “A Sara”, perteneciente a La sangre devota. Los versos son de tema amoroso, con la fascinación a la doncella. El poeta manifiesta:
Sara, Sara: eres flexible cual la honda
de David y contundente
como el lírico guijarro del mancebo;
y das, paralelamente,
una tortura de hielo y una combustión de pira;
y si en vértigo de abismo tu pelo se desmadeja,
todavía, con brazo heroico
y en caída acelarada, sostienes a tu pareja.
No es gratuito el símil con que López Velarde compara a Sara con la honda de David. En el Antiguo Testamento se aclara que fueron pocos los giros con que la honda se elevó hasta soltar al proyectil verdugo de su enemigo. Si se atiene a la idea de circularidad que tiene el autor de Zozobra, se recordará a la descripción del soltero: tigre que avanza y retrocede, hace ochos en el piso de la soledad.
Así es la honda, fervor con que Sara acorrala al cazador, que es presa, para exclamar su viveza, “uva en sazón”. Podría quedar ahí la glosa, si no se tuviese en cuenta el poema en voz alta. La repetición del nombre en los primeros versos de la estrofa tres y cuatro dan muestra de la ondulación infinita del sonido, verso y significación: “Sara, Sara, golosina de horas muelles…”. Su característica especial es su contundencia corporal, con que deja a la mala fe de quien fuese proyecto a levita.

4.09.2016

El alma y el cuerpo

Columna Ochos en el piso de la soledad por el centenario de La sangre devota de Ramón López Velarde. Con el agradecimiento al cuerpo editorial del Imagen por la publicación.


La poesía hispanoamericana ha explotado con especial cariz la relación entre el alma y el cuerpo. Los valores epistémicos de época han conformado diversas direcciones de sentido. No se trata únicamente de elementos que atañen a lo corpóreo, sino de un concepto metafísico.
Dos imágenes-metáforas han reelaborado tales encuentros. La primera, el cuerpo es sólo una prisión del alma; ambas tienen una relación tenue y terrenal. La segunda, la belleza de la rosa que, en su fragancia y altura momentánea, le depara una conclusión no digna de su magnitud.   
Estas imágenes-metáforas han estado inmersas en representaciones poéticas. Baste recordar cómo la Emblemática dictaba pictura y poesis por la búsqueda de una lección. No obstante, las cuencas semánticas de cada tiempo proponen imágenes y devenires propios de sus autores. En los libros de exequias reales novohispanas, los emblemas con imágenes cadavéricas describen la separación de alma y cuerpo. Sus descripciones son por demás humanas, ya que intentan indicar que la trascendencia es por la idea. De allí que se hable de exempla de vida, en la redención de las almas.
La poesía de finales del siglo XIX y principios del XX volvió más oscura dicha relación. El ánima y su prisión no es ya una cuestión moral, aunque sí teológica. Se trata del concepto de la desesperación de una conciencia que encuentra su voz en el vacío, sin que esto signifique un sitial seguro o estable. Así, Ramón López Velarde cifró en versos su aullido, en “Un lacónico grito…”
La imagen del cuerpo y el alma se hacen presentes, en correlación dialéctica con la amada y su belleza:
Mi corazón te dice: “Rosa intacta,
vas dibujada en mí con un dibujo
incólume, e irradias en mi sombra
como un diamante en un raso de lujo”.
Mi corazón olvida
que engendrará al gusano
mayor, en una asfixia corrompida.
La lección lopezvelardeana no indica un ideal por establecer un mundo afable, que cuide el sentimiento moral. Lo que explora es la oscuridad de la metáfora, el discernimiento entre conciencia y cuerpo, que no se desvive por sí, sino en la blancura y anhelo.
Tú misma, blanca ala que te elevas
en mi horizonte, con las compostura
beata de las palomas de los púlpitos,
y que has compendiado en tu blancura
un anhelo infinito,
sólo serás en breve
un lacónico grito
y un desastre de plumas, cual rizada
y dispersada nieve.
Entonces, tanto el alma como el cuerpo son breves suspiros de un mundo abierto al vacío, no infinitud. Se trata del terror de la conciencia, que no encuentra seguridad, ni en las palabras, ni en la blancura de conciencia. Es el inicio de una voz nihilista, que por su grito transita en su pulcra soledad.